Esos incómodos silencios…
Pensaba que nunca iba a llegar este momento… Pero llegó. Desde abril tenía yo entradas para ir al Teatro Kamikaze a ver la última obra dirigida, sí en este caso dirigida, por Israel Elejalde (su segunda obra pero por su precisión y ritmo parece que llevara haciéndolo toda una vida) y protagonizada por Raúl Arévalo pero tuve que esperar… Mucho. Por suerte volvieron a abrir sus puertas y allí estaba yo. En mi butaca.
Antes de Irreversible, antes de Memento estaba Pinter. Traición,escrita en los años 70 narra la historia de una infidelidad al revés. Desde la despedida de los amantes hasta su primer beso. Desde el como has cambiado en todo este tiempo al me vuelan mariposas en el estómago cuando te miro. Lo que hace que a veces no sepamos exactamente que saben los personajes cuando están diciendo algo y solo al final conocemos el sentido literal de sus palabras.
La historia es poco original. Dos amigos, los mejores amigos, y la mujer de uno de ellos. Pero claro, la escribe Harold Pinter, uno de los dramaturgos que mejor maneja los subtextos y los silencios. Eso hace que sea necesario un director inteligente y unos actores hábiles en el arte de escucharse sin hablar. En el estar aquí y ahora. Y este es el caso. Aunque tuve que decir que me llevé alguna sorpresa.
El montaje es sencillo. Un escenario fijo. Una iluminación inteligente que sabe resaltar a los personajes según el momento y unos colores intensos y saturados que van pasando al blanco y negro conforme avanzamos del final al principio. De la realidad quizás a los recuerdos. Un vestuario que, permitidme el toque frívolo, me habría llevado a casa y con el que Sandra Espinosa consigue dibujar y transmitir emociones, como un personaje más. Sobre todo en el caso de Emma. Y cuatro o cinco carteles que ilustran los puntos de ruptura. Porque esta es una historia en que todo se rompe. El amor, la confianza, la amistad… Todo acaba por los suelos como el confeti tras una fiesta. Todo ello acompañado por la música de piano perfectamente ejecutada por Lucía Rey que refuerza la potencia evocadora de la pieza.
Iba yo, como decía, a reencontrarme con Raúl Arévalo, Robert, el marido engañado, sobre un escenario (a pesar de admirar su trabajo en el cine no me lo había cruzado en un teatro desde Urtain) y no me defraudó. Es un actor solvente que sabe manejar bien los tiempos y dar el contrapunto cómico en un momento tenso, como es la comida con su mejor amigo después de descubrirlo todo… Hasta ahí todo según el guión previsto y yo feliz.
Pero si me conocéis un poco sabréis que yo y la comedia no es que seamos los mejores amigos… Por lo que de Miki Esparbé sabía poco y lo poco que sabía me hacía dudar… Hasta que vi la primera escena con Irene Arcos (de la que confieso directamente que no había oído nada antes). Y yo que había ido a ver a Arévalo y con algunos perjuicios me encontré pegada al asiento sin poder despegar los ojos del escenario y de la mirada de Arcos que es de las que traspasan. De hecho me pasé media función persiguiendola por el escenario porque no le podía quitar el ojo de encima. Esa primera escena, complicada porque es la última y los dos tienen todo un bagaje juntos que aún no conocemos. Todos esos silencios, esas miradas, ese no tocarse me hicieron replantearme todas mis ideas preconcebidas… Lo que es de agradecer.
Los tres, juntos, se apoyan y se escuchan, muchas veces como decía sin hablar. O sin decir lo que quieren decir y dejando todas esas palabras en el subtexto. Resonando en la cabeza del espectador. Arévalo y su dolor escondido. Esparbé y su egoísmo (lo siento pero me parece un personaje profundamente egoísta aunque sea el «rostro amable» de la historia y si no, ya me diréis). Arcos y su soledad. Y sus ojos siempre turbados por unas lágrimas que no terminan nunca de liberar el nudo de su garganta.