Pongamos que hablo de Madrid

Foto al cuadrado

Decía Francisco Umbral que Madrid es una excusa para contar historias. Me vais a permitir esta digresión y os cuente una de las mías, a fin de cuentas es lo que tienen los cumpleaños, que uno se aferra al pasado ante el futuro incierto y cada vez más finito.

Me encanta Madrid. Amo a Madrid. Puedo llegar a admitir que me resulte fácil, como me dicen algunos taxistas madrileños,  porque vivo en Cádiz y acudo a la Capital de la Villa y Corte por breves espacios de tiempo, aunque estoy convencido de que no me costaría invertir los términos y acomodarme a la viceversa. Todo esto viene a cuento porque la semana pasada inauguré y celebré mi recién estrenada pre-jubilación junto a mi querida Helena en Madrid y, a base de bourbon y rock, me llegaron los recuerdos.

Os diré que llegué por primera vez a Madrid en otoño del 79 y los hados parecen haberse ido confabulando para hacerme volver una y otra vez, las más de las ocasiones sin pretenderlo. Entre jaleos ecologistas, sociales, políticos y últimamente sindicales, Madrid me fue calando hasta la médula. Fueron momentos memorables. Recién salidos de una dictadura que nos había tocado de refilón y que conocíamos más por los silencios y los miedos en nuestros hogares que por la experiencia propia y abrazando con ansia los primeros pasos de un futuro en el que todo estaba por hacer y con apenas veinte años. Viajes de más de diez horas en el expreso entre Cádiz y Madrid, para pasar dos días de reuniones, discusiones y debates que terminaban sin remedio en Malasaña.

El Penta, Elígeme, La Vía Láctea. Madrid me mata, Libertad 8… Noches de garito en garito. Hablando de todo y con todos, el primer porrito y música en directo. Al principio como Paco Martínez Soria en Atocha con la boina y el canasto con los pollos. Porque la mayoría de los músicos ni te sonaban, pero de pronto te encontrabas en la barra, pidiendo un gin tonic al lado de Aute, Sabina o Luis Pastor. O escuchabas a un señor con bigote cantando boleros, al que luego se sumaban Sabina y otro calvo por arriba y melena por los lados cantando una oda al inventor del pararrayos que semanas después descubrías en la carátula de un disco, La Mandrágora, en «El Melli», en el mercado de Cádiz.

Carlos Vasallo

Probablemente son todas estas vivencias, que más tarde sabría que alguien calificó como «movida madrileña», las que han hecho que Madrid forme parte de mis señas de identidad. Y toda esta diatriba viene porque de vez en cuando sucede que una chispa, un click te devuelve de golpe ese cúmulo de sensaciones atesoradas a lo largo del tiempo. Esto me pasó hace un par de semanas cuando pasaba un buen rato con mi Helena en Costello. Porque resulta que Helena, mi hija, amiga y compañera en venturas y desventuras, ha acabado viviendo en Malasaña, y en esta etapa de mi existencia es quien me está redescubriendo el Barrio Maravillas. Y fue en Costello, del que he acabado siendo habitual incondicional, donde volví a tomar conciencia de mi subconsciente madrileño. Cuando el barman nos animó a pasar a la sala de conciertos donde nos encontramos con Les Panches Surfers. Y es lo bueno de Costello, que en un par de visitas acabas siendo como de la casa. Una casa acogedora, con un catálogo musical de lujo y un pincha experimentado. Con dependencias para todos los gustos, el vestíbulo, para quedar, saludar e iniciar la noche, presidida por una barra atendida por unos, al final, amigos que dominan su oficio. La sala de estar, cómoda tranquila, propicia para la intimidad. Y la bodega, atesorando entre sus muros los ecos de los muchos conciertos que allí se han ofrecido y ofrecen. Y todo en un ambiente cuidado, iluminado con esmero y el rock inundando los cuatro sentidos.

Les Panches Surfers

Y ahí, en Costello, bajamos a la cripta. Por ver. Por oír. Pura curiosidad. Como en los ochenta y sucesivos, y nos encontramos, en pleno día de difuntos con tres individuos, guitarra, bajo y teclados, y una individua, batería, con sombreros mexicanos y máscaras de calavera. A penas unos golpes de pedal en el bombo y tres rasgueos contundentes de guitarra bastan para desorientarnos de golpe y no saber si estábamos en Madrid, San Diego o Tijuana. Una portentosa versión del Fuzzy & Wild de The Ventures nos lleva a las costas de California con la tabla de surf bajo el brazo allá por los 60′. Tema a tema fueron desgranando un variado repertorio surf-rockero con esos puntos entre descarados, canallas y gamberretes, sin otra pretensión que divertir y divertirse. Y vaya si lo consiguieron, hasta el extremo de acabar mezclados con un público entusiasmado. Además, para colmo, no vienen de Long Beach ni de Santa Bárbara, son de Móstoles… Qué grande eres Madrid.