En el estanque dorado
Suele ocurrirme que cada vez que acudo al teatro salgo pensando que he visto la mejor representación de mi vida. Lamentablemente lo hago mucho de lo que quisiera, en «provincias» es prácticamente imposible. Casi siempre aprovecho mis viajes a Madrid, por lo que suelo ser muy cuidadoso a la hora de seleccionar las funciones y todas son buenas, magníficas. Aún así, siempre hay alguna que te llega más, que cala más hondo. Eso me pasó ayer tarde, cuando pude asistir a esta obra de Ernest Thompson en el Gran Teatro Falla de Cádiz donde se han representado dos sesiones.
A priori, la trama no es nada de otro mundo. Norman Thayer es un profesor jubilado con problemas de corazón que está pasando junto a Ethel, su esposa, en su casa junto al lago el que podría ser su último verano al cumplir los ochenta años. Norman esconde su miedo a la muerte, la incertidumbre sobre su salud y a su futuro tras una actitud, a medias entre el cinismo y el sarcasmo, que resulta ofensiva para quienes le rodean. Por su perte Ethel está decidida a que los días de Norman transcurran agradablemente. Con ellos se reúne su hija, Chelsea, a quien la frialdad e indiferencia de toda una vida la han apartado de su padre. Llega acompañada de su novio y el hijo de este, Billy, un adolescente rebelde que parece odiar al mundo. En el transcurso de los días que siguen, padre e hija se sentirán más cerca uno del otro, y el chico y el anciano superarán ese abismo generacional, naciendo entre ellos un curioso afecto. Nada más corriente o natural en este mundo, y a la vez nada tan necesario de conocer, de divulgar. Llega a ser incómodo verte retratado en el escenario cuando vas pensando en asistir a una comedia. Duele, a medida que van aflorando tus sentimientos y descubriendo tus intimidades, pero al final te embarga un enorme alivio y la función acaba siendo una especie de catarsis.
«La edad. El miedo. El amor. La soledad. La risa. La lucha por la vida dentro de una familia….». Y la muerte. Nada más corriente y a la vez más trascendental. “No pensamos mucho en ella, pero está ahí, la llevamos en el cogote. No se debate sobre eso, no se habla… es mejor mirar hacia otra parte. Mucha gente desarrolla miedo. Pero forma parte de la vida. Vivir significa terminar de vivir. Te condiciona cada instante que vives”, comenta Magüi Mira.
Por eso cuando se apagan las luces, se alza el telón y surge la magia. Se produce ese extraño prodigio por el que el escenario me absorbe y me dejo llevar. En el estanque nace la misma vida, los propios sentimientos….florece la flor entre la maleza, la lluvia riega nuestros sentimientos y somos espectadores de todo un cuadro impresionista, con las sombras chinescas de dos auténticos monstruos de la pantalla, dos animales de la escena. Es la primer a vez que comparten juntos la escena y parece que llevasen juntos toda la vida dentro y fuera de ella. Se habla habitualmente de química entre actores. Lo que Lola Herrera y Héctor Alterio derrochan en el escenario es fascinación, seducción. Sobre todo ella, que me perdone Alterio. Lola cautiva, enamora, hechiza. Lo mismo en teatro que en cine o en un anuncio de televisión. Transmite, irraida, sentimientos y emociones de tal manera que te empapan y penetran hasta llegar a lo más hondo de tí mismo haciendo aflorar sensaciones que a penas conocías o tenías olvidadas. Incluso sin necesidad de hablar, cuando cruza el escenario a media luz ordenando estanterías o quitando el polvo de la mesa. Lola Herrera, Etel, es vitalidad, optimismo, serenidad, abnegación.
El contrapunto lo pone Héctor Alterio. extraordinario, soberbio, muy «Alterio». Han pasado más de 60 años desde su debut con Prohibido suicidarse en primavera de Casona en Buenos Aires, y nos sigue impresionando su capacidad sobre las tablas. En esta ocasión construye a un Norman extremadamente socarrón, cuya fragilidad emerge de rato en rato y que se gasta un humor cínico y ácido para disimular su desdén por sus semejantes. Es un bromista compulsivo pero certero. Alterio entra en el personaje como en un guante y consigue situarnos entre la antipatía y la ternura hasta conseguir del espectador un guiño de complicidad.
Luz Valdenebro (Chelsea), Camilo Rodríguez (Bill Rey) y Adrián Lamana (Billy Rey) completan el reparto, lo que no es cosa fácil. Para los actores ni para el público. Una obra de este estilo, en la que figuran dos «animales escénicos» como Herrera y Alterio, suponen un enorme reto para el resto del elenco. Es difícil estar a su altura y en alguna ocasión he visto desinflarse una función por la enorme diferencia interpretativa entre protagonistas y secundarios. Sin embargo aquí no sólo han estado a la altura, sino que han aportado gran parte de los mimbres que cimentan el éxito de la obra. Si bien es cierto que su presencia en el escenario es limitada, más en el caso de Camilo Rodríguez y Adrián Lamana, una vez vista, no e entendería sin ellos. El duelo interpretativo sin apenas palabras entre Alterio y Rodríquez al quedarse solos en la casa es proverbial. Adrián Lamana da perfectamente la réplica a Lola y Ernesto con frescura y sin complejos. Luz Valdenebro tiene un poco más de peso. Es la primera vez que la veo y quizá por eso me ha sorprendido gratamente. Protagoniza algunas de las escenas de más intensidad de la obra, como la conversación con su madre reprochándole su pasividad por la actitud del padre hacia ella, o el intento de acercamiento al padre. Los tres, Herrera, Alterio y Valdenebro forman un triángulo sorprendente y conmovedor.
La adaptación de Emilio Hernández no se pierde ni una miga de la dramaturgia ni comicidad originales de esta obra de Ernest Thomson que se estrenó en Broadway en 1979 y que tuvo su versión cinematográfica mas tarde protagonizada por Katharine Hepburn y Henry Fonda.
La escenografía a cargo de Gabriel Carrascal es la que la obra precisa. Sobria, sencilla. Un sofá, dos estanterías, un perchero y una mesa ante un bosque de fondo, son los únicos artificios que envuelven el discurrir de esta obra.
A Magüi Mira se la adivina tras los bastidores. La dirección de actores es magnífica. Dos personajes principales, a cuyo alrededor gira todo el entramado, y tres secundarios muy bien centrados y diferenciados, que dan a este cuadro impresionista los toques definitivos para que sea una obra de arte.