Un tiro a las tripas
Hay veces que es una suerte enorme ir a una obra sin conocer actores ni texto. Porque cuando sale bien, es sobrecogedor. Me pasó cuando fui a ver La piedra oscura de Alberto Conejero. Yo sabía, por esos meandros de la vida, quien era Rafael Rodríguez Rapún y eso fue lo que me hizo acercarme al María Guerrero a ver qué contaban de un teniente del ejército republicano que, además, había sido el secretario de La Barraca.
Salí con los ojos empañados por un texto comprometido y sincero. Sin artificios ni alharacas. Claro y directo como una pedrada a la cabeza. Y como dijo Lorca (que por si no lo saben fue el amante de Rafael): «un pueblo que no ayuda ni fomenta su teatro, si no está muerto está moribundo». Yo creo que si el autor de La casa de Bernarda Alba (uno de esos textos que dejó al cuidado del teniente) viera esta obra estaría orgulloso de todos, desde el dramaturgo hasta el último técnico.
El texto de Conejero y la dirección del argentino Pablo Messiez se alían a la perfección en este montaje pequeño, íntimo, como la confesión de quien se siente cobarde por no haber estado junto a quien amaba. El teatro de Messiez es un teatro vivo, que evoluciona, que crece, como la visión del mundo de un chico de dieciocho años al que han obligado a pelear sin explicarle por qué. No quiero pasar por alto el trabajo de Elisa Sanz, que no sólo ha convertido la sala en un búnquer sino ha sabido llenarla de fantasmas.
Me va a perdonar Daniel Grao, del que sí había visto algunos trabajos, que comience por su compañero de reparto. Y es que Nacho Sánchez consigue dejar con la boca abierta por la sinceridad de su trabajo, la forma en la que acepta lo que tiene enfrente y decide escuchar, simplemente escuchar, a quien le han dicho que es poco menos que el demonio. Un rojo, y además descubrirá que maricón. Sin embargo, el joven soldado al que representa, Sebastián, es capaz de pasar por encima de eso para consolar a un hombre al que le acaba de decir que lo van a matar.
Por su parte, Daniel Grao se encarga de dar vida a Rafael, teniente, amante de, probablemente, el mejor dramaturgo (con Lope) que hayamos tenido nunca. Alguien que como él mismo dice te enamoraba con solo mirarte. Su trabajo parte de las tripas, del dolor y del miedo, y resulta conmovedora su capacidad para sobreponerse y consolar al que cualquier otro habría considerado uno más de sus verdugos. Pero también el sabe ver más allá, sabe mirar a los ojos de ese chico y ver que ha hecho lo mismo que él: lo que tenía que hacer para sobrevivir.
El espíritu de Lorca transita por toda la función, incluso por el parecido de Sánchez que me recuerda al poeta granaíno, pero es eso, algo de fondo. No es una obra sobre Lorca, ni sobre la Guerra Civil. Ni sobre el amor que compartió con Rafael, aunque todo eso está y es conmovedor el texto en el que Grao se rompe recordando como le dio la espalda. Es una obra que habla de escucharse, de superar el miedo y mirar al de enfrente. Los dos personajes parten del enfrentamiento, lógico, inicial pero se reconocen. Ambos han flaqueado, han dejado atrás personas a las que querían. Y, en cierta forma, eso da sentido a su encuentro. Les ayuda a reconocerse y a apoyarse porque cada uno reconoce los miedos del otro, que, a la vez, son los miedos del espectador.