Dios en el diván
Hay pocas cosas que me provoquen tanto placer como una buena conversación. Más si es entre dos contendientes brillantes, porque para dos eruditos, una discusión dialéctica es casi un combate de boxeo. En este caso, confieso que no conocía a C. S. Lewis pero sí a su contrincante. Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, cuyas teorías sobre la sexualidad removieron los cimientos de la sociedad austríaca, y europea, de principios del siglo XX. Judío, ateo convencido, cuando Inglaterra entra en la II Guerra Mundial vivía en Londres con un cáncer de boca muy avanzado acompañado por su hija Anna. Ese mismo día recibe en su despacho a un profesor de Oxford, compañero de Tolkien y que como San Pablo tuvo una revelación. Solo que en este caso fue viajando en sidecar y no tuvo la culpa un rayo. Y así comienza La sesión final de Freud que tras su estreno en el Teatro Español se puede ver en el Teatro Fígaro-Adolfo Marsillach.
Lewis se presenta en el despacho del eminente psiquiatra creyendo que le va a pedir cuentas por una obra en la que le satirizaba. Lejos de ello, el austríaco parece estar más interesado por su cambio de parecer con respecto a la existencia o no del Creador. Así que con el telón de la declaración de guerra de fondo y la decisión de Freud de acabar con su propia vida antes de que lo hiciera su tumor sobrevolando a ambos, se ponen a discutir. El trabajo de Helio Pedregal encarnando al padre del psicoanálisis es estremecedor. La sensibilidad por la que se mueve por el personaje, desde la afabilidad a la ira, desde la visceralidad a la debilidad física de alguien que habla con una mandíbula postiza porque le han debido extirpar la suya, marca la función. No es que Eleazar Ortiz no realice un trabajo notable como Lewis, pero Pedregal está simplemente inmenso. Su figura sobre el escenario es imponente y su tono de voz cala hasta el tuétano. De hecho no me gustaría ser la hija que llega tarde a una cita con un padre así.
El texto de Mark St. Germain retrata a dos personalidades tan complejas como contrapuestas que tienen sus puntos de discrepancia pero también sus puntos en común y a los que caracteriza, sobre todo, la curiosidad por saber, que es lo que posibilita el diálogo. Un diálogo complicado, en el que el autor no ha hecho concesiones y resulta reconocible la forma de expresión de ambos. Además de escuchar, pretenden ganar, obviamente, y tener razón, pero llega un momento en que el espectador, simplemente, necesita detenerse a disfrutar de la riqueza de la conversación, sin importar muy bien con quién se esté de acuerdo. Y para este trabajo se requería de dos actores capaces de meterse en dos personajes complejos, densos y con una capacidad dialéctica fuera de toda duda. De hecho, todo en la obra es casi supérfluo. Podrían hacerla sentados uno frente al otro sin moverse y no perdería ni ritmo ni fuerza. En eso, ambos actores están más que a la altura. La británica Tamzin Townsend les ha dirigido con la ductilidad que la caracteriza, notándoseles libres y cómodos en todo momento sobre el escenario.
En el lateral del escenario se encuentra el famoso diván de Freud. No será baladí. En varias ocasiones ambos se van a sentar en él y al momento se levantan. Un diván en el que se había forjado la teoría del ego y donde multitud de pacientes habían desgranado sus traumas. Y sin embargo, como destacará Lewis, el sexo tarda mucho en aparecer en la obra. Pero en cuanto aparece, vuelve a aparecer Dios. Y es que otra virtud de un texto que podría ser plúmbeo es que resulta ágil y hasta divertido. No sólo por ejecución, sino por construcción. El tempo está medido casi con un metrónomo y los momentos más densos se ven intercalados por momentos mucho más ligeros que permiten relajarse antes de volver al ataque.
Es una obra más sencilla de lo que pudiera parecer en un principio aunque algunos fragmentos requieren de una relectura posterior, una digestión, un disfrute dialéctico y una exposición de dos formas de ver el mundo en torno a los cuales se ha movido la Historia. Y en el fondo no es más que un acercamiento a dos mentes brillantes que se baten entre sí para disfrute de los espectadores.