Una obra terapéutica
La definí así desde la primera vez que la vi y luego me enteré de que su creador la definía exactamente igual, o de forma muy parecida. Fue en el Matadero, donde se estrenaba El Intérprete hace poco más o menos dos años como primera (espero) función de la productora Factoria Madre Constriktor. Luego la he visto pasar por La Latina, donde llegó para hacer cinco funciones y casi se quedó cuatro meses. La vi crecer en el Teatro Nuevo Apolo, llegando al exceso. Convertirse en un concierto con múltiples invitados en el Price para ahora llegar a la Gran Vía y a sus orígenes, mucho más íntima y sencilla. Auténtica, como su protagonista.
A él le conocía desde que era un MC travieso en Cabaret y no me podía perder su nueva ocurrencia. No diré que me enamoré de él porque eso lo hice desde que me cantó por primera vez que estaba encantado de verme. Esta vez, simplemente, ayudó a que mis heridas cicatrizaran. Y como las mías las de muchos otros amigos invisibles que poco a poco nos hemos ido congregando en ese cuarto de un niño vasco muy grande (casi dos metros de niño).
Asier Etxeandía (Bilbao, 1975) es una bestia en el escenario. Tiene un magnetismo que pocos igualan, ya no hablamos de superarlo. Cuando Tomaz Pandur lo escogió para encarnar a su Virgilio lo hizo por «el dolor de sus ojos», luego lo convertiría en un Valmont que paría sandías y que cantaba boca abajo una canción que surgió mientras el director esloveno montaba la obra. «Con Asier le teníamos que dar una vuelta de tuerca a Valmont, para seducir le basta con pararse en mitad del escenario y mirar al público», al menos eso pensaba Pandur mientras charlábamos y yo no pude más que coincidir con él. Me resulta difícil olvidar la emoción de esa mirada cuando hace mucho tiempo, tanto que él ni se acordará, me contaba cómo había ensayado J’attendrais (la canción que interpreta en la película Las trece rosas) junto a la cama de su madre. Pero también como cantaba a voz en grito mientras intentaba entrevistar a Félix Gómez, y es que era un fantasma de Hamlet muy ruidoso, por no decir gritón. Por su culpa, vi a Oberón cantando canciones de Antonio Carmona y, en otra ocasión, me permitió descubrir la calidad del trabajo de Daniel Grao. Precisamente a éste lo ví una noche en su habitación, bailando el Moonwalk mientras nuestro anfitrión cantaba un improvisado Billy Jean. También bailó Psicho-Killer con Hugo Silva o reprendió a una embarazadísima Penélope Cruz por levantarse para ir al baño justo cuando le iba a dedicar, precisamente, Volver.
Para mí, aunque hizo del rey de los duendes, siempre fue Puck. Y lo comprobé cuando lo vi abrazado a las columnas del teatro mirando con cara pícara a la audiencia. Sin duda debe ser capaz de aguar la cerveza y extraviar a los viajeros. Alguien por quien dejarse guiar por el Infierno o por el lado salvaje de la vida. Etxeandía ha pergeñado, junto a Alvaro Tato, un espectáculo integral con las canciones que marcaron su vida. Desde Weill a Madonna, desde Vargas a Joplin. Y teniendo en cuenta que él fue quien me descubrió a un señor que se llama Anthony Hegarty sí reconozco que echo en falta escucharle entonar alguna, porque no dudo de que no sólo es capaz sino que cantando Hope there’s someone debe ser capaz de conmover hasta a los cielos. Y es que en su compañía yo también me siento como Dios.
Es difícil hablar más de esta obra porque depende en gran parte del público. Cada día los amigos invisibles son distintos y por supuesto su anfitrión se comporta con ellos como merecen. Eso sí lo que nunca falta es el tequila y el rock. La sensación de libertad que consigue hace que hasta el más tímido se lance a bailar y a cantar al ritmo de una banda (Piano: Guillermo González, Percusión y electrónica: Tao Gutiérrez y Bajo y contrabajo: Enrico Bárbaro) que suena con fuerza y con la que se respira una complicidad difícilmente falseable. ¿Qué niño querría unos músicos invisibles con los que no se llevara bien? Todo es pues una ensoñación del Etxeandía niño que se ha materializado 30 años después. Con casi 40 años recupera su infancia para enseñar que cualquier sombrero, por ridículo que parezca, hay que defenderlo.
El Intérprete ha vuelto a Madrid para despedise. Lo hará defintivamente el 5 de julio en San Sebastián, al ladito de casa. Pero espero que ese duendecillo que me hace reír y llorar a partes iguales y que él no lo sabe pero que ya ha pasado a formar parte de mis amigos invisibles vuelva pronto con una nueva travesura. Que Asier Etxeandía no abandone los escenarios porque desde ellos nos hace soñar y ser más libres. Nos hace sentirnos maravillosos y menos solos.