Unas líneas inútiles
Estoy escribiendo las líneas más inútiles que probablemente haya escrito nunca. Más que nada porque las hago para hablar de un espectáculo que cada vez que se pone en cartel agota todas las entradas (ya han sido varias las veces que lo han hecho en Madrid) y que necesita pocas presentaciones. Tampoco creo que lo que pueda decir yo de él añada nada nuevo a lo que ya se ha dicho y que sus responsables saben que el público siente con su trabajo.
La función por hacer ha vuelto a su casa, a un nuevo teatro abierto por la compañía Kamikaze, el Pavón Teatro Kamikaze, y donde merece la pena quedarse a vivir. A un espacio que recuerda quizás a ese hall del Teatro Lara donde yo tuve la suerte y el privilegio de conocer a esta compañía que vino a traer una bocanada de aire fresco e ilusión y a una joven desengañada y frustrada le recordaron con qué soñaba y por qué. Y para qué. Después nos hemos vuelto a ver varias veces, hemos ido juntos hasta Dinamarca, pero yo echaba de menos aquellas viejas palabras que resonaban dentro de mi alma.
Despojados de artificios, con una sinceridad que brilla en los ojos y tiembla en la garganta, los personajes se presentan desnudos ante el espectador y dos actores que tratan de hacer su función. Se presentan directamente, de tú a tú, queriendo escucharles, necesitando hablarles, porque sin ellos no pueden vivir, pero tampoco morir. Cada vez que una se acerca al vértigo que supone su desarrollo descubre nuevas facetas de su propio interior. De hecho, he tardado tanto en escribir porque las palabras del padre seguían rebotando entre mi hígado y mis riñones hasta un mes después de haber visto la función.
Podría elogiar, una vez más, la adaptación brillante de Seis personajes en busca de autor de Pirandello desarrollada por Del Arco, la actualidad del texto, la visceralidad de Israel Elejalde a pesar de tratar de razonar con lo irracional, la verdad que se transpira en Raúl Prieto y en su enfrentamiento con todo y con todos, como Miriam Montilla y Cristóbal Suárez tratan de lidiar con el aluvión de emociones que se les viene encima o como Manuela Paso se rompe por dentro palabra a palabra. Pero todo eso se ha dicho ya. De hecho lo he dicho hasta yo, en otros sitios, en otros lugares, quizás con más brillo que este, pero no sé si con más verdad de fondo.
¿Por qué entonces volver, ocasión tras ocasión, a las palabras de Miguel del Arco? ¿Por qué repetir una función que no destaca por su gran espectacularidad sino por su sencillez y su sinceridad? Precisamente por eso, precisamente porque alguien que creció dudando de la realidad de sus propios sentimientos se siente reconfortada al escuchar precisamente esa duda en boca de Elejalde. Esa reflexión sobre la pertinencia de las emociones, qué es más real, quién es real. Y cuando el dolor te ahoga y parece que no vas a poder respirar más recuerdas el desgarrador grito de Paso, deshecha en el suelo. Los sentimientos transferidos por otro cobran corporalidad y no son de los actores, son míos.
Es una buena justificación, para estas líneas, no necesarias para ellos, sino para mí. Para dejar constancia de la necesidad de su existencia. Para justificar que después de alejarme del teatro mil veces, acaricio el lomo del texto y siento un hormigueo por la yema de los dedos, y decido volver mil una, soñando con pronunciar alguna vez sus palabras ante el público y transformarme, por un momento, en un personaje más vivo, más real, más corpóreo que cualquiera de mis recuerdos.
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Gracias, Kamikazes
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