Sangre, humo y sombras
Es difícil explicar una obra de Tomaž Pandur a alguien que no la haya visto nunca. Es como tratar de explicar el uso de los colores de Monet o el estremecimiento que producen las notas de Mozart a quien no los haya disfrutado. El esloveno es un maestro del metateatro, de hablar del teatro desde dentro, del mundo que le interesa con la peripecia como excusa. En el fondo todos queremos lo que no podemos tener y somos actores de nuestra propia comedia. O se le ama o se le odia, no tiene términos medios ni hace concesiones con los espectadores.
Fausto, el gran poema trágico de Goethe, se adapta al director como un guante. Lo tiene todo, sexo, amor, pasión, sangre. Pasión por la vida que Roberto Enríquez y Víctor Clavijo beben a grandes tragos. Ambos actores encabezan un reparto compacto que se ha dejado moldear por la impronta del esloveno y están soberbios en sus respectivos trajes (Fausto y Mefistofeles en este caso) y llenan el escenario y el patio de butacas con su presencia y con su voz.
El Fausto de Enríquez es un doctor sabio y con un punto canalla al que vence su propia arrogancia. Se puede tomar para muestra la escena de seducción en la que a penas necesita moverse de la silla. En los 40 minutos de monólogo inicial es capaz de arrollar al patio de butacas con una sucesión de imágenes apoyadas por los efectos proyectados sobre el triptico que compone toda la escenografía y que recuerda al opresor bunker de Barroco. Un muro que atrapa a los personajes y que les impide acceder al mundo, que se les escapa y que sólo pueden atisbar desde las pequeñas rendijas que dejan libres.
El Mefistofeles de Clavijo es un titiritero pícaro que tiende sus cuerdas entre su propia familia. Un ganador derrotado por su propia soberbia que descubre demasiado tarde que no puede hacerlo todo solo. Y desde Robert DeNiro nunca había resultado tan impactante un huevo duro. Su familia resulta fría y enigmática, aparentemente sojuzgada, atada por finos hilos como los que sujetan los globos de sus hijos.
La historia es compleja, enrevesada, sintetizando lo fundamental del poema en una adaptación realizada por el director y Livia Pandur. Llena de claroscuros en blanco negro y rojo. La música de Silence es sutil y realza el magnetismo de la escena. Y como siempre la función está trufada de canciones entonadas por un Emilio Gavira, que encarna a Wagner con toda la presencia del compositor germano, y una coreografía que resulta hipnótica.
El texto avanza más rápido de lo que el espectador es muchas veces capaz de seguir aunque rápidamente vuelve a enganchar. Y además, es debidamente explicada por apartes dirigidos al público para guiarles en cada paso. Así, el arco trazado por Ana Wagener como Señora Mefistofeles resulta sobrecogedor de su superficialidad inicial a su amargura final. Y es que ni toda victoria es dulce ni toda derrota amarga.
«¡Instante, detente, eres tan bello!» es lo que se puede pensar a cada paso de la función del director balcánico, al que solo cabe reprocharle que sus obras hay que verlas varias veces para poder captar cada detalle. Aunque un solo vistazo sirve para caer a sus pies.
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