Es amarga la verdad cuando sale de la boca
«A veces… siento una necesidad incontrolable de escaparme al desierto para huir de los seres humanos» (Alcestes)
Confieso que he ido a ver Misántropo, casi, por obligación. Tienes que verla, me insistía Helena. Te va a sorprender, decía. Nunca me ha gustado Molière, incluso ha llegado a disgustarme, así que enfrentarme a una nueva versión de El Misántropo no me seducía demasiado. Me decidí a acudir a la cita por complacer su interés e intrigado después de la entrevista que le hizo a Miguel del Arco para Entre Bambalinas. Sentía una enorme curiosidad por saber qué conduce a del Arco y a sus Kamikazes, con La función por hacer, El proyecto Younkali, Veraneantes a decidirse por una obra de Molière. Así que aprovechando su paso por el Villamarta de Jerez, afortunadamente quedan teatros de provincias que cuidan su programación y arriesgan yendo más allá de localismos y populacherismos, me acerqué entre el escepticismo y la expectación.
Sencillamente, excepcional. En mi descargo he de decir que al dramaturgo galo no lo encontré por ninguna parte. De hecho he tomado el firme propósito de releerlo para encontrar las claves que han llevado a del Arco a esta extraordinaria reconstrucción, o deconstrucción según se mire, de la obra del padre de la Comèdie Française.
Para empezar por la escenografía. Un callejón oscuro. El rumor de la música, el eco vibrante, eléctrico y bullicioso de los cuerpos que bailan, las manos que brindan, las miradas que juzgan, las lenguas que murmuran. Todo se reduce a dos lonas colgadas de unos marcos de aluminio, una escalera y unas cajas de refrescos. El mismo director nos comentaba en una ocasión que una de las primeras cosas que hace al abordar un proyecto es que pueda girar. «… tenemos que dar de comer a muchas personas, y eso, actuando sólo en Madrid, no se puede conseguir». Toda la tramoya de El Misántropo cabe en una furgoneta y sin embargo crea un ambiente que atrapa al expectador nada más levantarse el telón.
Hace algún tiempo añoraba a Rodero, Bódalo, Guillén, Dicenta, Galiana, Espert, Baró, Sardá, Rivelles, Merlo… y casi me lamentaba del declive del teatro, pero Misántropo cuenta con un reparto imponente, y digo reparto con toda intención porque lo que destaca por encima de las interpretaciones individuales, más que notables, es el conjunto. La complicidad latente que se adivina dentro y fuera del escenario. Complicidad entre ellos, con el autor, con la obra y que acaba haciendo cómplice al público.
Luego están cada uno por separado, transmitiendo, sin excepción, las múltiples facetas y sentimientos de cada uno de los personajes, haciéndolos creíbles, cosa complicada con Molière. Israel Elejalde me ha conquistado con una voz que domina desde el susurro al grito desesperado que consigue atrapar al público aunque lo rechace por su vehemencia, es lo que tiene Alcestes. Raúl Prieto borda a Filinto el amigo que confunde las normas de convivencia con la educación.Cristóbal Suárez, Oronte «el pijo» como acertadamente me lo calificó alguien, ¡qué grande!, un derroche de facultades escénicas. . Ángela Cremonte encarna a la perfección a una Celimena a la que embarga la culpabilidad por su deslealtad a pesar de lo cual persiste en pro del éxito y la aceptación social. Quizá, por poner un pero, pequeño, en alguna escena adolece de falta de intensidad en la interpretación. Después de asistir a esta representación tampoco acierto a encontrar a nadie mejor que Manuela Paso para encarnar a la mojigata y remilgada Arsinoé. Miriam Montilla (Elianta) y José Luis Martínez (Cilantro), están soberbios sobre las tablas. A pesar de contar con menos texto, su presencia se hace imprescindible porque aún en silencio interpretan, transmiten, convencen.
En cierto sentido, esta función me ha recordado al Fausto de Pandur. El montaje sobrio, austero pero intenso y cautivador. Un texto excepcional. Actores que interpretan en todo momento aunque estén en un discreto e inadvertido rincón contribuyendo a llenar de sentido una escena. Yo mismo llegué a la conclusión de que es absurda la comparación. ¿Del Arco o Pandur?. No tiene sentido. Del Arco es a Pandur lo que Miguel Hernández a Lorca. ¿Quién es mejor?, pues dependerá del momento.
Me alegro de haber cedido a la insistencia de Helena porque esta representación te atrapa con esa magia del teatro que va más allá de la calidad escénica que en pocas ocasiones tienes ocasión de experimentar.
Con permiso del autor – director, acabo como la obra, cuando Elianta le dice a Filinto, ambos destrozados por la marcha de Alcestes por el patio de butacas: «Volverá, hay que confiar, tenemos que confiar«. Confío en que Kamikaze volverá. O yo volveré a ellos.
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Es todo un placer disfrutar de vuestra compañía.
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